En este apartado, iré introduciendo imágenes y datos de los que considero mejores dibujantes de historietas. De manera que, quien así lo desee, pueda organizarse una buena colección de tebeos. Será algo así como el apéndice del catálogo de la exposición “Por arte de tebeo. La colección Juan Espallardo”, que tuvo lugar en el Museo de Bellas Artes de Asturias, de Oviedo, en Enero y Febrero de 2002. De ese mismo catálogo, puede leerse, aquí mismo, el texto de mi introducción.
Papel: el embrujo de la belleza
Quinto de ocho hermanos, nací en una casa rodeada de jardín y con un enorme huerto: “Torre Anita”. Una acequia, que para mí casi era río (el Segura pasa a unos doscientos metros), separaba el jardín domesticado del huerto en el que se podía obrar el prodigio de la aventura, una california poblada de sauces llorones y cañaverales, en los que mi imaginación emboscaba los más aguerridos pieles rojas. Un puentecillo de obra y otro de troncos de madera me devolvían a un mundo con aburridas jornadas escolares y comidas a hora fija.
En la casa de dos plantas hay, además, un sótano con muchos cuartos repletos de enredos olvidados y de inquietantes misterios por descifrar y una torre en la que aislarse para soñar, contemplando el dulce reflejo pasajero del cielo deslizando por los tejados del pueblo su caricia de dorados y sombras.
En los peldaños que conducen a la torre, se alineaban los zapatos y los libros de texto en desuso temporal o definitivo. Algunas cajas no contenían zapatos, sino los tebeos de los años cuarenta y cincuenta, abandonados por mis hermanos y hermanas mayores junto a los programas de películas que llenaron sus tardes.
En la torre, jugaba a dibujar. Leía los tebeos que allí descubría y otros muchos que yo compraba. Hubo semanas en que, yendo al colegio en auto-stop, seguía hasta quince colecciones.
Me impregnaba de sensaciones, me nutría con tanta belleza saboreada en mil viñetas y programas de cine pero, cuando dibujaba, recurría a la memoria, sin copiar nunca. Siguiendo modelos, guiándose por un método, se aprende antes, pero también se corre el riesgo de adocenarse e incluso de ser incapaz de librarse del apoyo de los modelos. En fin, por soberbia o por capricho de los hados, yo anduve mi camino con la satisfacción de que cuanto creaba era de mi entera responsabilidad.
Mi madre nos inculcó el afán de conservarlo casi todo y mi padre puso orden en aquella ínsula. Si uno de nosotros mostraba especial interés por los llaveros, por ejemplo, pues todos los que entraban en la casa eran para él; para mi hermana Maribel, los sellos que llegaban en cartas desde España y, también, desde el extranjero; y para mí, los tebeos y los programas de cine. Crearon el ambiente y nos estimularon el placer del coleccionismo.
Mi padre me apuntó, con once años, a los cursos de dibujo y pintura de Parramón, quien tuvo la honradez de pedirle que aguardase hasta que yo cumpliera los trece o catorce. Mi madre guardaba todos los folios reciclados que yo garabateaba.
Así, crecí rodeado de tebeos y dibujos y con el gusto de conservarlos. Todavía hoy, una parte de mi colección la constituye lo que compraba de niño: “El Cosaco Verde”, “El Teniente Negro”, “El Príncipe de Rodas”… , es decir, los mismos cuadernos que yo atesoraba entonces y que no perdí, gracias al celo de mi madre, más que a mi infantil inconsciencia. Casi todos los coleccionistas que he conocido se dedican a buscar los tebeos que leían de pequeños y que, al casarse, cambiar de domicilio, etc., fueron dejándose en las esquinas de la vida, en un vano afán de reconstruir su infancia, ya que no de recuperarla.
Todavía chico, me carteaba con otros niños y niñas de otras regiones y países. A los catorce años, mi padre me envió a Francia para practicar el idioma, nada menos que en casa del doctor Jean Metton, el mejor acuarelista que he conocido nunca, y no juzgo cegado por la devoción que le profeso, sino por la calidad, contrastada hoy, de sus obras, en las que capta la magia del instante con pinceladas precisas, someras y elegantes. Creo que lo pasaríamos mejor si se me permitiese hablar de él, de su encantadora mujer, de sus inteligentes hijas, de su jardín, de los bosques próximos…, y no perderme en el laberinto del coleccionismo. En fin, la gran casona en que vivía estaba repleta de grabados del siglo XVIII, libros y libros de arte, todo tipo de antigüedades, la mejor literatura de todo el mundo, una escultura en bronce de Rodin (puedo decir la que es porque la dibujé en varias ocasiones y la recuerdo muy bien) y, sobre todo, su gran cordialidad, descubriéndole a un chiquillo la pintura china, Turner, Dufy, Monet…
El chiquillo que gozaba su infancia y adolescencia en aquellos paraísos, con el desgranar de los años, pierde una parte de su ingenuidad y descubre que los adultos tienen que ganarse la vida con el sudor de su frente. Pero nuestro monigote no quiere renunciar a sus privilegios y, para seguir divirtiéndose, elige la profesión de embaucador, esto es, de contador de fábulas, y para ello se expresa por medio de la historieta: se convierte en dibujante de tebeos, en aprendiz de mago, mezclando el poder evocador de palabras y dibujos en su matraz, de la que, en explosiva reacción química, saldrán viñetas que se desparramarán por diversas publicaciones.
Como dibujante, he tenido cantidad de satisfacciones, desde los días en que mi madre me pedía que le dibujase cenefas o iniciales para bordar nuestros manteles, hasta cuando tuve que imaginar a Korak, el hijo de Tarzán, cayendo al vacío porque un malvado cazador furtivo cortaba las lianas que sujetaban el puente colgante a la otra orilla… ¡pero Korak se salva en el último instante, aferrándose a las tablillas del suelo del puente! Cuántas veces disfruté emociones semejantes, incluso idénticas, en mi infancia, con Tarzán y también con Pequeño Pantera Negra. Y, ahora, me regalaban el privilegio de dibujarlo. Pues eso no es nada, comparado con el momento en que, al escribir yo mismo mis propios argumentos, lo decidía todo sobre la vida y milagros de mis personajes.
Otro peldaño, en esta escala de satisfacciones, me deparaba el encuentro con algunos de los mejores dibujantes del mundo que, además de tratarme como a un colega, de igual a igual, me obsequiaban su amistad: así, me enorgullezco de mi camaradería con Jordi Franch Cubells, excelente dibujante, de una modestia y bondad ilimitadas; con Miguel Quesada, el creador gráfico de ese Pequeño Pantera Negra que acabamos de recordar; con Luis Bermejo, el malabarista de Apache; con Lepoldo Sánchez, el pachá de Bogey; con Carlos Giménez, la humanidad en cuanto toca, se llame Dani Futuro o Paracuellos; con Demetrio, camarada en tanta peripecia, de tebeo y vital; y, para cerrar esta resumida lista con el mejor broche, con Jesús Blasco, el gigante que alumbró al pequeño e inolvidable Cuto de nuestra posguerra.
Pero nuestro monigote, además de dibujar historietas, seguía comprando los tebeos mejor ilustrados, los que aparecían en su quiosco y los de otras épocas y países. En parte, aprovechando sus viajes turísticos para conocer y volver a disfrutar el arte, el paisaje, los tipos y la cultura de Portugal, Italia, Francia… y, ¿por qué no?, India, Brasil, Turquía, Argentina, Yugoslavia, Inglaterra, Estados Unidos, Albania… A donde no se puede llegar tan a menudo como se querría, pues se arregla con un corresponsal con el que se intercambia publicaciones, confeccionando listas de lo que se busca, de los dibujantes preferidos, etc.
Las colecciones crecen y crecen, y el tesoro acumulado me produce cada vez más satisfacciones, pero ninguna comparable a la que proporciona el descubrimiento de que también se puede acceder a los dibujos originales de algunos de los tebeos que más me gustan. Así, empiezo a comprar algún original suelto aquí y allá. Un día, descubro miles de originales en el antro de un anticuario en Valencia, y allí acudo cada semana -en cuanto reúno algún dinero-, y acabo firmando pagarés mensuales para los siguientes seis años.
Cada vez que voy a la ciudad del Turia, visito a mi amigo Miguel Quesada, que, al conocer el motivo de mis idas y venidas, me dice que estoy loco, que para qué diablos quiero esos originales. Me pregunta lo que estoy pagando por ellos y me asegura que, a ese precio, me vendería él los suyos. Yo no le tomo la palabra porque me parece como aprovecharme de nuestra amistad. Pero, más adelante, me anuncia que ha decidido desprenderse de sus originales y, si yo no los quiero, se los venderá a otros coleccionistas interesados. Así es como pasaron a mi poder los cerca de tres mil originales de Pantera Negra y de Pequeño Pantera Negra (todo lo dibujado por Miguel Quesada), y cómo volví a firmar pagarés para otra media docena de años.
Sigo comprando dibujos y cuadros, pero también me han regalado otros mis amigos y colegas. Por otro lado, igual que he dedicado cientos y cientos de dibujitos de mis personajes en los diversos encuentros internacionales de la historieta en los que estoy presente, también he pedido unos cuantos de esos bocetos rápidos y de algunos me siento pero que muy contento, por ejemplo, del de Alex Toth o del de Paolo Eleuteri Serpieri.
No olvidemos que mi colección empieza por mi propia obra. Es de mí de quien más dibujos originales tengo, porque siempre me empeñé, gracias a los colegas que abrieron brecha en lo del reconocimiento de nuestros derechos de autor y de la recuperación de los originales, una vez utilizados en la imprenta por los editores, en conservar mis dibujos. Los contemplo con espíritu crítico, para poder progresar en el permanente aprendizaje, pero los realizo con mimo e ilusión, por tanto, les tengo cariño, y también estoy orgulloso de algunos de ellos.
Es una alegría mostrar en esta exposición, compartiéndolas un poco con los visitantes, algunas de las obras de arte que más estimo. Como se trata de originales, yo me limito a juzgarlos por la calidad del dibujo, sin entrar a considerar si los argumentos que ilustran son mejores o peores. Por ese mismo motivo, sólo se indica los nombres de los dibujantes. Cuando vemos un tebeo en un idioma que desconocemos, nos resulta imposible acceder al texto y sí podemos, en cambio, juzgar la calidad de la ilustración. Pudiera suceder que tuviéramos en nuestra manos un tebeo búlgaro, albanés o chino destilando marxismo-leninismo, o , por el contrario, otro tebeo, quizás en esos mismos idiomas hoy, de ideología fascista.
Sé muy bien, en materia de dibujo, qué es lo que me gusta y, cuando lo encuentro, lo compro, siempre que lo permitan mis escasos ingresos. Pero no todo lo que me interesa se encuentra disponible o, bien, puedo yo adquirirlo. Así, en esta muestra, nos topamos con tres diferentes tipos de limitaciones. La primera, mi propio criterio: únicamente compro obras de los dibujantes que admiro. No soy el historiador erudito que pretende tener representadas todas las escuelas y tendencias. Yo me paseo por Tailandia y, si no doy con un solo tebeo estimable, pues me vuelvo sin ninguna publicación de muestra de aquel país. En cambio, voy a una confitería y me gusta el dibujito con que decoran el modesto papel timbrado, y lo recorto y conservo, lo que me proporciona mayor deleite que los dulces. Es decir, que no soy de esos filatélicos que lo coleccionan todo: si un sello reproduce un buen grabado calcográfico, tendrá un espacio en mi álbum; y lo mismo, un billete, una postal o un ex-libris.
La segunda limitación consiste en que no siempre es posible encontrar o adquirir los dibujos que nos gustan.
Por eso, para paliar esta lamentable limitación involuntaria, que no la primera, total y gustosamente autoimpuesta, he adoptado dos medidas correctoras:
En primer lugar, complementamos esta exhibición de dibujos originales con otra de tebeos de mi colección, que abarca prácticamente cada época y todos los países que han producido historietas interesantes. En estos tebeos sí podemos encontrar representado, por ejemplo, a Harold Foster o a Winsor Mc Cay, de quienes todavía no cuento con ningún original.
Por último, al final de este catálogo, encontrarán la lista que he improvisado (lo de improvisar es un decir, puesto que me ha llevado meses el prepararla con la inestimable colaboración de mi amigo Gabino Busto Hevia) reuniendo a todos los que yo considero grandes dibujantes, con indicación de las obras de cada uno de ellos que me permito recomendarles, precisando editor español y reciente, siempre que ello resulta posible. Si algunos colegios, instituciones o aficionados a los tebeos deciden poner manos a la obra, guiándose por esta lista, y adquieren aunque sólo sea un quince o un veinte por ciento de esos tebeos, ya tendrían una excelente representación de las mejores historietas de toda su corta historia. Incluso si alguien únicamente comprase uno de estos tebeos, tendría la certeza de que se trata de un tebeo bien dibujado.
Y cerramos el capítulo de las limitaciones con la que me ha decidido a circunscribir la exposición al dibujo de corte realista, excluyendo, por tanto, el dibujo humorístico, que yo sé apreciar, pero del que no considero que disponga de una razonable representación. Ya me gustaría a mí mostrarles aquí el arte de Coll.
Naturalmente, además de mi criterio, podemos lamentar algún olvido involuntario y, también, cuanto pueda yo desconocer. Desde luego, si mi lista, en vez de limitarse a poco más de un centenar de dibujantes, abarcase a trescientos, a quinientos o a mil, habría otros nombres en ella, pero éstos siempre figurarían, porque los considero los mejores.
Los derechos de autor de cada obra pertenecen a sus autores y detentadores de la propiedad en cada caso, y reproducimos unas pocas viñetas a título informativo.
Ahora, déjense atrapar por la seducción de estos prestidigitadores de la tinta china, la plumilla y el pincel. Disfruten de su arte.
Juan Espallardo Jorquera
(Publicado como introducción al catálogo de la exposición “Por arte de tebeo. La colección Juan Espallardo”. Museo de Bellas Artes de Asturias, Oviedo. 2002.